Viajo en un auto de los años 80 a un destino que parece detenido en el tiempo. La calamitosa ruta se pierde en la provincia de Buenos Aires. Me sumerjo en el camino, rodeado de amarillos y marrones. Reparo en lo notorio que es el invierno en estos pagos. Nos alejamos de la Capital y se acrecenta el olor a pueblo, la tranquilidad.
A medida que nos acercamos el contraste entre nuestro destino y el cielo se hace aun más evidente. El cielo es de un azul profundo a pesar de las nubes y el resto de la escena es en color sepia.
Hace mucho frío. Me acomodo en el asiento, mientras me abotono el tapado gris. Tengo alrededor del cuello un chal que me envuelve. Casi diría que me asfixia.
Llegamos a la entrada: un imponente arco de cemento gris con grietas y rajaduras me recuerdan el paso del tiempo por estos lados. Nos detiene un policía y luego de pedirnos los documentos, nos permite avanzar. Una vez dentro de la colonia la gente deambula ausente. Caminan sin destino. Perdidos en un terreno conocido. Es un paraje gris y desolado. Triste y monótono. Se respira apatía y se los percibe bucólicos.
Mi compañero me comenta que este lugar fue modelo en los años 50, cuando el país era dirigido por el General. El primero con semejante infraestructura y auto sustentable en Latinoamérica. Claro está que los años no pasaron en vano y el correr del tiempo ha dejado su huella.
Falta abrigo, compasión y color. Falta alegría. Pero se tienen unos a otros. Solos en su mundo. Acompañados por otros, rodeados de cientos de otros, pero solos.
Escucho historias tristes, trágicas. Todas cargadas de violencia y abandono. Pero ellos sonríen, piden y esperan. Cuentan su historia como algo anecdótico, un dato menor.
Nos tratan como perros, escucho decir a Juan José. Sonrío. Sonrío tímidamente porque no sé que contestar, como justificar el maltrato.
Piden azúcar y suena extraño. No entiendo. Supongo muchas cosas y de golpe recuerdo cuan importante es a veces una cucharadita de azúcar, como endulza.
Se acerca uno, vive acá desde 1984. Este es su mundo. Calculo que debe tener 1 hectárea, 20 pabellones, unos cuantos árboles y unos varios cientos de personas, que como él, no viven su vida, sino que la transitan. Cada uno como puede. Romulo, toma su bicicleta y se despide. Sé que las despedidas duelen, pero ésta, no sé porque, duele aun más.
A medida que nos acercamos el contraste entre nuestro destino y el cielo se hace aun más evidente. El cielo es de un azul profundo a pesar de las nubes y el resto de la escena es en color sepia.
Hace mucho frío. Me acomodo en el asiento, mientras me abotono el tapado gris. Tengo alrededor del cuello un chal que me envuelve. Casi diría que me asfixia.
Llegamos a la entrada: un imponente arco de cemento gris con grietas y rajaduras me recuerdan el paso del tiempo por estos lados. Nos detiene un policía y luego de pedirnos los documentos, nos permite avanzar. Una vez dentro de la colonia la gente deambula ausente. Caminan sin destino. Perdidos en un terreno conocido. Es un paraje gris y desolado. Triste y monótono. Se respira apatía y se los percibe bucólicos.
Mi compañero me comenta que este lugar fue modelo en los años 50, cuando el país era dirigido por el General. El primero con semejante infraestructura y auto sustentable en Latinoamérica. Claro está que los años no pasaron en vano y el correr del tiempo ha dejado su huella.
Falta abrigo, compasión y color. Falta alegría. Pero se tienen unos a otros. Solos en su mundo. Acompañados por otros, rodeados de cientos de otros, pero solos.
Escucho historias tristes, trágicas. Todas cargadas de violencia y abandono. Pero ellos sonríen, piden y esperan. Cuentan su historia como algo anecdótico, un dato menor.
Nos tratan como perros, escucho decir a Juan José. Sonrío. Sonrío tímidamente porque no sé que contestar, como justificar el maltrato.
Piden azúcar y suena extraño. No entiendo. Supongo muchas cosas y de golpe recuerdo cuan importante es a veces una cucharadita de azúcar, como endulza.
Se acerca uno, vive acá desde 1984. Este es su mundo. Calculo que debe tener 1 hectárea, 20 pabellones, unos cuantos árboles y unos varios cientos de personas, que como él, no viven su vida, sino que la transitan. Cada uno como puede. Romulo, toma su bicicleta y se despide. Sé que las despedidas duelen, pero ésta, no sé porque, duele aun más.